Capítulo 18
Intentó sacudir la cabeza y levantarse. La cabeza le pesaba, como si el cuello no tuviera fuerza suficiente para sostenerla, y los músculos de la espalda se sentían... débiles, indefensos, como hundidos bajo metros de baba y barro. Gimió con rabia ante la presencia que se sentaba a su lado, pero su propia voz le sonaba extraña, más parecida al gemido de una bestia herida que a un gruñido desafiante.
Es mejor si simplemente... descansas.
El mero sonido del susurro hizo que su mente entrara en pánico. Volvió a gemir, desafiante, pensó, pero débil, desesperada en realidad. Las piernas le respondían tan mal como la espalda, así que se puso de lado y...
No. Quédate.
Maldijo en su cabeza o al menos estaba dispuesta a hacerlo antes de que su cuerpo simplemente... se detuviera. Esta vez no fue el cuerpo el que la desobedeció. Fue ella la que obedeció la orden. Su mente, su propia voluntad, se sentía tan agotada como sus músculos, hundidos bajo kilómetros y kilómetros de agua espesa y enfermiza. La desesperación la inundó y casi gimoteó. Sólo una vez antes en su vida se había sentido tan expuesta, vulnerable, indefensa... Sus muñecas y tobillos fueron sujetados entonces, su joven voluntad drenada y robada; ahora, sólo se le decía -¡no, se esperaba! - que obedeciera. Y la mera comparación encendió un fuego.
No quiso obedecer.
Quédate. No es necesario.
Los veteranos solían decir que siempre hay un momento, un momento que le convertía a uno en Caballero del Escudo. La mayoría de las veces, llegaba antes de la comunión, pero a veces, rara vez, llegaba después. Decían que los que intentaban escapar de ese momento se convertían en rocas en la ladera de una montaña. Se quedaban allí, en lo alto, contemplando la creación, inmóviles y sombríos. Los elementos les asediaban. Los vientos los azotaban. La lluvia los roería. La nieve los cubriría. El huracán les dejaría cicatrices. Pero aun así se mantendrían firmes. Todo lo que sufrirían, todas las cicatrices y el frío y el dolor silencioso, todas las fuerzas que intentarían quebrarlos, todo ello, simplemente los forjaría. Poco a poco, su mente y su cuerpo tomarían la forma adecuada. Sus bordes se afilarían, sus partes más débiles se disolverían, su núcleo se fortalecería de las presiones del mundo, su camino se decidiría tan firmemente como la piedra de la que están hechos. Y entonces, sin previo aviso, sin la menor indicación, bajo el calor de la luz del sol, su voluntad se expandiría y empujaría su cuerpo. Y en ese momento, caerían sobre el mundo, ni enfadados, ni vengativos; quizá ni siquiera dispuestos. Simplemente inevitable. Un Caballero del Escudo.
Giró la cabeza, con los ojos desorbitados por la obstinación. Sentía la espalda, las piernas y los brazos pesados como piedras, y apenas podía moverlos para nada más que para mantener el equilibrio mientras estaba tumbada de lado en el banco, pero al menos podía girar la cabeza y mirar a la novia velada.
Quédate. No fuerces mi mano.
No era una voz. No era una voz. Y tampoco estaba en su cabeza. Venía del Susurrador y llegaba a sus oídos, pero el sonido estaba vacío del color y el calor de la vida, carente de cualquier sentimiento o urgencia. Estaba ahí, innegablemente, y tenía peso, pero no era una voz. Era... sólo viento. Un viento muerto que hablaba.
Puedo enseñarte mucho. Puedo ofrecer una eternidad de justicia.
Solifea quería decir algo ingenioso. Algo provocativo que pudiera distraer a su enemiga, algo con lo que burlarse de ella y forzar su mano para que su dominio sobre ella se debilitara. Su garganta no estaba de acuerdo, se negaba a cooperar. Así que, desesperada pero decidida, Solifea... soltó una risita. Sonó como un graznido, pensó, pero sus ojos brillaron burlonamente para dejar claro el punto, mientras levantaba la vista, antes de obligar a su cuerpo a rodar y dejarse caer del banco.
El Susurrador habló y esta vez la máscara se movió con su boca, bajo el velo.
"Como quieras", dijo con voz ronca y la crueldad en ella era palpable. "Tráela".
Con la cara plantada en el suelo, Solifea seguía riéndose burlonamente, mientras unas manos, vivas y obedientes, la agarraban por las muñecas y los tobillos y se la llevaban.
* * *
Ni siquiera podía decir de dónde habían salido los hombres. Vestidos con túnicas grises, casi parecía como si hubieran estado allí todo ese tiempo y él no hubiera podido concentrarse en otra cosa que no fuera el Susurrador. A fin de cuentas, no importaba. Fuera lo que fuera lo que Solifea había hecho, fuera cual fuera el poder de su desafío, había interrumpido claramente el efecto del Susurrador. Simplemente había dejado atrás el temor de su presencia.
La llevaban a ser el próximo sacrificio. Eso era obvio. Y si la perdía ahora, estaría perdida para siempre.
Eran cuatro hombres y el Susurrador. Podía seguirlos y esperar poder seguirlos y descubrir adónde la llevaban, sin ser descubierto a su vez. O podía atacar ahora, sabiendo que Ben debe estar con él pronto.